Y a Aquel que es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, según el poder que actúa en nosotros, a él sea gloria en la iglesia en Cristo Jesús por todas las edades, por los siglos de los siglos. Amen Filipenses 3:20-21

AUNQUE ANDE EN VALLE DE SOMBRA DE MUERTE,

NO TEMERE MAL ALGUNO, PORQUE TU ESTARAS CONMIGO….  ¡TODOS LOS DIAS DE MI VIDA!

            Hay personas que quieren hacernos creer que en el momento que le entregamos totalmente nuestra vida al Señor Jesucristo, nuestro Pastor, estaremos en un nicho de rosas, y todos los problemas desaparecerán. 
Eso no es cierto; todos los sabemos, y más vale que lo admitamos.  En realidad, Dios nos promete una caminata “en valle de sombra de muerte”.
            Este pasaje, por lo general, lo relacionamos con la muerte, y en verdad sirve de mucho consuelo en tal ocasión.  Pero si sirviera sólo para esa ocasión, la frase: “todos los días de mi vida”, no sería aplicable aquí.
            La vida es un  diario andar en valle de sombra de muerte.  No sabemos en qué momento vendrá la muerte, porque puede ser en el momento menos pensado.  Al viajar por las carreteras, a veces los carros que van en dirección opuesta casi chocan con el nuestro. Y al acostarnos por la noche no tenemos ninguna garantía de que a la mañana siguiente estaremos vivos.  Pero aunque esta vida sea un “valle de sombra de muerte”, el salmista enseguida completa la promesa: “No temeré mal alguno… todos los días de mi vida”.  El temor destruye nuestra paz; le tememos a lo que pueda pasar, a lo que la gente piense.  Si se le da rienda suelta al temor en nuestra vida, nos llevará a una postración nerviosa.
            David, que por años había sido perseguido por Saúl en muchas situaciones precarias, escribe bajo la inspiración del Espíritu Santo: “No temeré mal alguno… todos los días de mi vida”.  Después de haber pasado tantas veces por valle de muerte, confía en su Pastor, basándose en su experiencia, y puede decir con sinceridad: “No temeré mal alguno”.  Su seguridad no se basaba en su propia fuerza, sino más bien en Dios:  “¡porque tu estarás conmigo!”  David conocía la muy real presencia de Dios.
            Sin embargo, usted y yo tenemos un privilegio que David no tuvo.  Al ser salvos, el Señor Jesús, en la Persona del Espíritu Santo, vino a habitar EN nosotros.  A David sólo le fue posible saber que el Señor estaba CON él, y realmente está con nosotros.  Pero desde el sacrificio de Cristo, el creyente tiene una relación más personal con el Gran Pastor, porque El mora EN nosotros.  Pablo lo declaró así: “Cristo EN nosotros, la esperanza de gloria”.
            ¿Alguna vez se ha dado cuenta de este estupendo hecho, que Jesucristo sí vive EN usted?  ¿O se contenta con sólo saber que El está con usted, a su lado, que lo acompaña adondequiera que vaya?  Con frecuencia oramos después de un culto o de la clase de escuela dominical: “Señor, ahora acompáñanos al irnos a  nuestra casa”.  Si el Señor Jesús habita en nosotros, ¿cómo sería posible que no nos acompañara a nuestra casa?  ¿Acaso no debemos creerle a nuestro Salvador cuando nos dice: “En aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros”  (Jn. 14:20”?
            ¿No les parece muy ridículo implorarle que haga algo que ya ha prometido hacer?  Nunca se nos ocurriría actuar de esta manera con un amigo.  Por ejemplo, un amigo nuestro quizá nos diga:  “Voy al centro y me agradaría que fueras conmigo”.  ¿Le contestaríamos:  “Por favor,  ¿serías tan amable de llevarme al centro”?  ¡Por supuesto que no!  En vez de eso le diríamos: “Muchísimas gracias.  ¡No sabes cuánto te lo agradezco!”
            Pero de una u otra manera creemos que debemos tratar a Dios de una manera más complicada.  El nos da sus promesas, y nosotros llegamos al grado de pensar que El espera que nos arrodillemos y le imploremos  lo que nos ha dado ya.  No, sus promesas surgen de su amoroso corazón, y sólo espera que nos apropiemos de ellas por fe, y, después, sencillamente le demos las gracias.
            La promesa más estupenda que jamás se ha hecho es que el Señor Jesús, en la Persona del Espíritu Santo, vivirá en los creyentes –“¡todos los días de mi vida!”

           



           


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